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Escena del baile |
Es una ilustración hecha para el concurso de ilustración de La Casa del Libro Maestro Victoria de Madrid. Había que ilustrar un relato corto:
EL
NOMBRE DE TODAS LAS COSAS, de Álex Merino Aspiazu.
Después de leerlo varias veces esta fue mi propuesta. Este definitivo es la última versión con añadidos digitales de la que terminé en papel que fue esta:
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Escena del baile. Esta está al natural, sin retoque digital. |
El proceso fue hacer bocetos previos y finalmente darle color. Luego los pasé a papel acuarela, los pinté con esta técnica y lápiz de color. Fui combinando papel de seda y papel estampado hasta conseguir el resultado final. El definitivo tiene unos toques digitales: el cielo estrellado y los pescaditos.
El fallo fue el día 27 de junio. El ganador ANTONIO PLAZA (Los accesit: Ana Rodriguez y Leticia García).
Y os dejo la ilustración ganadora.
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Ilustración ganadora. ¿Os recuerda algo? |
Aquí os dejo la historia por si la queréis leer:
Después de aquellas intensas horas, por fin estaba leyendo las últimas líneas
de aquel libro cuando el techo de la habitación se desplomó sobre mí. Solté el
libro y sin pensarlo dos veces acudí al rescate de la muchacha sepultada bajo
los escombros. Durante años pensé que en el piso de arriba no vivía nadie, así
que di por hecho que aquella mujer debía ser un fantasma, un bello fantasma
sepultado, expulsado de ese reino espectral que durante todos esos años tuve
sobre mi cabeza. Le tendí la mano y ella la agarró, impulsándose para ponerse
en pie. "Gracias", me dijo. "No, no, gracias a ti", le
respondí, aunque aquello no tenía el más mínimo sentido. Se sacudió el polvo del
vestido y comenzó a enumerar las causas del derrumbe: sin duda el culpable era
yo y mi dichoso libro, por lo que estaba obligado por ley a indemnizarla con
una taza de chocolate caliente y un beso de amor eterno. Le serví el chocolate,
pero le dije que lo otro no podía dárselo. "Es que no te quiero".
Ella no se disgustó, parecía esperar la respuesta. "Ni tú, ni nadie",
me dijo.
Le pregunté si era un fantasma, y me dijo que sí, que claro, que qué otra cosa
iba a ser. Le pregunté entonces en qué consistía ser un fantasma. "Cada
uno lo lleva como puede. Yo bailo, pongo nombre a todas las cosas del mundo y
bebo chocolate caliente. Tú mismo podrías ser un fantasma. Pero no lo eres. Tú
eres la persona que ha hecho que el suelo que pisaba se viniera abajo, tú y tu
dichoso libro". Realmente hizo que me sintiera culpable por ello, así que
me propuse darle lo que ella más anhelaba en el mundo: ese beso de amor eterno.
"Si la saco a pasear", pensé, "si cenamos, y bailamos, y miramos
a las estrellas juntos, tal vez pueda enamorarme de ella, y entonces podré
darle un beso de amor eterno".
Caminamos por las inmediaciones de nuestro barrio, y comprobé que no me mentía
cuando dijo que ponía nombre a todas las cosas del mundo. Por el trayecto
bautizó cada árbol, cada farola, cada adoquín. Ponía nombre incluso a tal o
cual instante, a este o aquel haz de luz, para ella una brizna de aire tenía
infinitos matices, y cada uno de ellos recibía un nombre distinto. Llegamos a
la puerta de un bonito restaurante que solía frecuentar, y le propuse entrar a
cenar algo. Yo, hambriento, pedí comida en abundancia; ella, sólo una taza de
chocolate caliente.
Traté de iniciar una conversación varias veces durante la cena, pero ella
parecía absorta en su peculiar ritual del chocolate caliente, por lo que
desistí y nos mantuvimos en silencio. Cuando hubimos terminado de comer,
salimos a la calle y bailamos. Tan extraño y repentino fue como puede sonarle a
quienes no presenciaron la escena. En cuanto pusimos un pie fuera del
restaurante se abrazó a mí y bailamos, sin razón aparente, sin explicación
posible, sin que nada nos impulsara a ello. Tan increíble fue el suceso que
pensé que no habría en el mundo nombre para designarlo, pero ella enseguida le
puso uno. Y tenía razón, aquello sólo podía llamarse de esa forma.
Nos tumbamos en el césped de un jardín cercano que bien podría pertenecer a un
inmenso bosque que al patio de un vecino. Nos tumbamos y traté de enseñarle las
constelaciones que conocía, pero, ¡tonto de mí!, ¿qué iba yo a enseñarle a una
mujer que ha paseado por esas estrellas que yo tan sólo me limitaba a señalar
patéticamente con el dedo? Me dijo que, entre todas las cosas del mundo, las
estrellas eran lo único cuyo nombre no había podido jamás descifrar. "Son
un misterio", me dijo, "y sólo el hombre puede tener la prepotencia
de poner nombre a un misterio. Los enigmas hay que ser capaz de resolverlos
antes de poder bautizarlos". Y yo, de cuya boca hacía un momento habían
salido los nombres de Osa Mayor y Osa Menor, no pude más que asentir.
Volvimos a mi casa, donde seguían aún los escombros del derrumbe, y le ofrecí
otra taza de chocolate caliente, pero ella lo rechazó. "Me marcho",
me dijo, "termina de leer ese libro tuyo". Pero yo no quería leer.
Quería darle a ese fantasma lo que ella había pedido, lo que por ley le
correspondía. "Quiero darte un beso de amor eterno", le dije. Ella
sonrió y mirándome fijamente a los ojos me dijo: "Pero es que no me
quieres. Ni tú, ni nadie".
Y tenía razón. No era amor eterno lo que yo sentía. Era otra cosa. Aún hoy soy
incapaz de descifrar lo que sentí aquella noche, aunque sé con certeza que ella
tendría un nombre para definirlo.
-FIN-